Los ojos la recorrían. Dibujaban en su piel un arcoíris de sensualidad y mientras sus pupilas apuntaban de manera letal, su piel se erizaba lentamente con el frio. En su camino, los vellos de los brazos se abrían como el mar ante Moisés, para que aquella boca navegara por los ríos de su cuerpo con la certeza de un naufragio inexistente. Y sin embargo, las olas caían unas tras otras: pequeños rasguños de espalda, sutiles mordeduras de cuello y un atrevido apretón de cabello que proclamaban una marea de recuerdos no tan lejanos. Como si Dios tocara el mar, sus dedos derretían las yemas en cada tacto creando volcanes de pequeñas erupciones. Provocando fiebres, calores, ansiedades. Sugiriendo tal vez un riesgo, reparando quizás unos labios usados. Pero el boceto de esta odisea nunca tendrá final, pues en el mar se tallo una historia que los peces esperan comérsela para escupirla sembrando flores a la orilla...