Sobre aquellas noches oscuras, recuerdo bien, yo estaba
escribiendo en un rincón de mi habitación. Las hojas estaban desparramadas,
junto con lápices y borradores, por todo el cuarto. Compulsivamente ponía sobre
el papel lo primero que me llegara a la cabeza. No me importaba si tuviera
coherencia una idea con la otra, solo importaba el precio de mi existencia.
Seguramente sudaba mucho, no estoy seguro, y también, quizás, veía borroso.
La recuerdo a ella con su piel tersa. Un aroma que se impregnaba en la piel mientras volábamos en la locura. Me susurraba cariños al oído mientras se perdía. Todo estaba oscuro y la noche, precisamente en ese momento, nos brindaba un silencio cómplice. Su cuerpo formaba un perfecto equilibrio con su mirada, mientras le daba una calada a su cigarrillo. Absolutamente una mujer diferente. Terminamos siendo la voz del otro, con letras de rasguños en tinta de espalda.
Los lápices perdían su punta por la dureza con que escribía. Las hojas, sin querer, las atravesaba. Pero aun así seguí enfrascado en plasmar mi pasado. Mi lamentable pasado. Un degenerado y cerdo era un tormento de lo que fui. Era un fantasma de lástima que me perseguía por todos lados. Tome la botella de whisky y me serví un vaso lleno. Desde mi ventana, mirando la soledad de la calle, su melancolía y su miedo fúnebre, me bebí de un solo sorbo todo el trago. Deje el vaso a un lado. La sangre me hervía, estallaba dentro de mí. Solté un grito y le brinde una patada a la puerta. ¿De dónde vienen los solitarios?- murmure.
Ella se arregló rápida y tranquilamente, pues la costumbre le había dado ya esa serenidad. Yo mientras tanto me quede aplastado sobre mi cama pensando que era repugnante de mi parte nunca haber sentido el amor, solo entregándome a los placeres oscuros, viviendo la mala vida, embriagándome y consumiendo porquerías. Con un abatimiento de derrota deje que se fuera. Me fui a la terraza, me recosté en mi sillón y, mirando hacia el cielo, cavile sobre las dudas que me habían acontecido a lo largo de mi vida. El maltrato de mi padre, la vergüenza que producía en mi familia y, en especial, cuando en muchas ocasiones fui objeto de burla y humillación.
Sobre la cama cerré los ojos y me imaginaba amarrado mientras la mientras la muerte me miraba a los ojos (divagaba la imaginación) para interrogarme. Me preguntaba por qué sería conveniente que muriera y por qué no. Me refugie en un silencio muy denso. Mientras tanto el verdugo eterno se puso frente a mí y no vi que moviera un solo dedo. Solo me miraba. Simplemente eso. Poco a poco fui sintiendo ansiedad, preocupación, dolor, agonía, sufrimiento. Sudaba y me retorcía sin razón alguna. Abría la boca para gritar pero no me salía voz. Las venas querían estallar. De repente todo se calmó. Yo miraba al piso y escuche su pregunta: ¿Qué haces aquí? Y como si fuera la reencarnación de Bukowski dije: Estamos aquí para reírnos del destino y vivir tan bien nuestra vida que usted temblara al recibirnos. La dama se rio y se fue.
Levante la cabeza. Ya había amanecido.
Aún seguía en mi sillón pero sabía mi deber. Me levante y me arregle lo mejor que pude. Corbata, zapatos lustrados, camisa, traje. Salí directo a la habitación número 703. Igual a la mía. Toque para que me abrieran. Sabía que el hombre que aparecería había estado escribiendo toda la noche, había pateado puertas, divagando su imaginación encontrándose con la muerte. Lo sabía todo y ahora me estaba abriendo. Apenas lo distinguí me abalance sobre él. Tumbamos todas las cosas. Las manos me temblaban mientras lo amedrentaba con un oleaje de ira e insultos. No podía parar, pues sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Lo mate. Tome la silla, lo limpie y con mucho esfuerzo lo senté frente al espejo. Me hice a su lado. Al ver el reflejo solo vi dos hombres iguales en traje, uno muerto y otro vivo. Y de fondo un vacío blanco.
La recuerdo a ella con su piel tersa. Un aroma que se impregnaba en la piel mientras volábamos en la locura. Me susurraba cariños al oído mientras se perdía. Todo estaba oscuro y la noche, precisamente en ese momento, nos brindaba un silencio cómplice. Su cuerpo formaba un perfecto equilibrio con su mirada, mientras le daba una calada a su cigarrillo. Absolutamente una mujer diferente. Terminamos siendo la voz del otro, con letras de rasguños en tinta de espalda.
Los lápices perdían su punta por la dureza con que escribía. Las hojas, sin querer, las atravesaba. Pero aun así seguí enfrascado en plasmar mi pasado. Mi lamentable pasado. Un degenerado y cerdo era un tormento de lo que fui. Era un fantasma de lástima que me perseguía por todos lados. Tome la botella de whisky y me serví un vaso lleno. Desde mi ventana, mirando la soledad de la calle, su melancolía y su miedo fúnebre, me bebí de un solo sorbo todo el trago. Deje el vaso a un lado. La sangre me hervía, estallaba dentro de mí. Solté un grito y le brinde una patada a la puerta. ¿De dónde vienen los solitarios?- murmure.
Ella se arregló rápida y tranquilamente, pues la costumbre le había dado ya esa serenidad. Yo mientras tanto me quede aplastado sobre mi cama pensando que era repugnante de mi parte nunca haber sentido el amor, solo entregándome a los placeres oscuros, viviendo la mala vida, embriagándome y consumiendo porquerías. Con un abatimiento de derrota deje que se fuera. Me fui a la terraza, me recosté en mi sillón y, mirando hacia el cielo, cavile sobre las dudas que me habían acontecido a lo largo de mi vida. El maltrato de mi padre, la vergüenza que producía en mi familia y, en especial, cuando en muchas ocasiones fui objeto de burla y humillación.
Sobre la cama cerré los ojos y me imaginaba amarrado mientras la mientras la muerte me miraba a los ojos (divagaba la imaginación) para interrogarme. Me preguntaba por qué sería conveniente que muriera y por qué no. Me refugie en un silencio muy denso. Mientras tanto el verdugo eterno se puso frente a mí y no vi que moviera un solo dedo. Solo me miraba. Simplemente eso. Poco a poco fui sintiendo ansiedad, preocupación, dolor, agonía, sufrimiento. Sudaba y me retorcía sin razón alguna. Abría la boca para gritar pero no me salía voz. Las venas querían estallar. De repente todo se calmó. Yo miraba al piso y escuche su pregunta: ¿Qué haces aquí? Y como si fuera la reencarnación de Bukowski dije: Estamos aquí para reírnos del destino y vivir tan bien nuestra vida que usted temblara al recibirnos. La dama se rio y se fue.
Levante la cabeza. Ya había amanecido.
Aún seguía en mi sillón pero sabía mi deber. Me levante y me arregle lo mejor que pude. Corbata, zapatos lustrados, camisa, traje. Salí directo a la habitación número 703. Igual a la mía. Toque para que me abrieran. Sabía que el hombre que aparecería había estado escribiendo toda la noche, había pateado puertas, divagando su imaginación encontrándose con la muerte. Lo sabía todo y ahora me estaba abriendo. Apenas lo distinguí me abalance sobre él. Tumbamos todas las cosas. Las manos me temblaban mientras lo amedrentaba con un oleaje de ira e insultos. No podía parar, pues sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Lo mate. Tome la silla, lo limpie y con mucho esfuerzo lo senté frente al espejo. Me hice a su lado. Al ver el reflejo solo vi dos hombres iguales en traje, uno muerto y otro vivo. Y de fondo un vacío blanco.
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